lunes, 23 de enero de 2012

Reflexión 27va.: El placer del dolor

Hay momentos en que la búsqueda de la felicidad lleva directo al encuentro con el dolor, cuando las esperanzas se apagan, las luces se esfuman, los sueños se vuelven una nube de humo.
En esas etapas, inevitables en todo trascurso de la vida en esta tierra, crean una sensibilidad extrema hacia las imágenes felices, como si éstas quemaran como el sol, como si cada sonrisa, cada anécdota de alegres vivencias fueran un puñal clavado en la herida sangrante.
Qué irónico que en momentos de debilidad, el exorcismo venga de la mano de la tristeza, del duelo en silencio y con ríos de lágrimas. No, no hablo de depresión, hablo de sublimación. Esa misma que necesita de una atmósfera que absorba, que nos extirpe esas palabras que no hallamos enunciar. Porque, aunque algunos escépticos se nieguen a aceptarlo, cuando algo triste nos toca de cerca, ajeno y semejante, nos permite ver todo desde fuera, entendernos en lo otro, vernos reflejados en algo que podemos tocar. Y ese es el momento justo, la oportunidad para gritar, para sacar a patadas de nuestro interior lo que nos somete al momento de oscuridad, al sitio húmedo de nuestras propias lágrimas. Es la puerta al otro lado, a la comprensión de que nada es para siempre, de que siempre se puede estar mejor, y que sólo basta con sabernos dueños de nuestro destino y capaces de volver a volar entre tanta gente que todavía se encuentra con sus alas atadas.

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